INODORA, INSABORA E INSíPIDA.
Un buen amigo tuvo la mala suerte de golpearse la cabeza y desde entonces sólo huele las fresas. La comida ya no le sabe igual, ya no disfruta tanto del paseo salado por la orilla del mar, ni sobre la lluvia recién caída, ya no se gira cuando una mujer perfumada pasa junto a él…Ha dejado de saborear los besos.
Siempre pensé que el olfato era un sentido nimio, aquel que todos elegimos cuando nos preguntan de qué sentido prescindiríamos si tuviésemos que perder uno. Sin embargo, los olores son parte esencial de nuestra experiencia vital. Un perfume, por ejemplo, nos transporta instantáneamente a un lugar, a un momento del pasado, nos transmite pasión, ternura, añoranza. De la misma forma que lo hace el estampado de la bata con la que la abuela nos arrullaba o una melodía que solíamos escuchar.
En una ocasión, alguien me regaló mi perfume preferido en el aeropuerto, Amarige de Givenchy, cuando llegué a mi destino, Leipzig, el frasco se había abierto; mis libros, ropa e incluso cintas de música (eran los años 90) habían quedado impregnadas de por vida. Desde entonces, Alemania me huele a mimosa y la mimosa a Alemania. Incluso cuando me sobrecoge la vena melancólica y desempolvo el radiocasete, Mecano sigue sonando a Amarige.
La nariz sabe de emociones y recuerdos que la cabeza no puede explicar.
Aunque nuestra generación ya no pudo vivirlo, nuestros padres y abuelos sí pudieron disfrutar de películas olorosas en aquellos cines de barrio en los que el ayudante de operador perfumaba la sala de acuerdo con las escenas. Quizás esta sociedad en busca del constante lifestyle, la experiencia de compra y los perfumes para el hogar o el coche, debería tomar nota y preocuparse por esos sentidos olvidados…
La nariz y las emociones están inexorablemente unidas, quizás bajo las mismas leyes inexplicables que unen arte y belleza. Al fin y al cabo el perfume es arte y belleza sobre la piel. Ese contacto con el cuerpo crea un nuevo aroma personal para cada individuo que hace al hombre cercano, real, único, vivo.
El perfume, como el vestir, nos hace pertenecer, nos identifica o nos diferencia, a menudo de forma sutil, intensa e imborrable. Y al igual que el traje, ha sido esclavo de las modas (los alumnos de collage de los 90 rezumaban a CK One).
El aroma que cada uno elige para si es una extensión más de su personalidad, una expresión de individualidad. El perfume se corresponde con el carácter de quien lo viste: algunos cambian constantemente para no aburrirse, otros le son fieles de por vida. Algunos le dan una importancia desmesurada, “salir sin perfume es salir desnudos” y otros, sin embargo, se rocían con lo que les van regalando por Navidad. Algunos fetichistas coleccionan frascos y otros muestras en miniatura, unos mezclan varios perfumes y los menos utilizan perfume para el pelo…
Hay tantas “patologías” perfumísticas como tipos de personas. Los hay con gustos excéntricos como mi hermana que alterna colonia de bebé con otra de caballero (ya le he recomendado que se lo haga mirar). Mi cuñado, por ejemplo, tiene un perfume gafe, que nunca lleva si se dispone a cerrar algún negocio: Undo de Anayake. Lucía, una amiga, no consigue sobreponerse a su ex-novio y cada vez que alguien huele a él acaba instantánea e irremediablemente enamorada.
Lo peor del caso de mi amigo es que no sabe si realmente huele las fresas o tan sólo recuerda su olor.
La vida sin perfume es como beber sólo agua: inodora, incolora e insípida.
Siempre pensé que el olfato era un sentido nimio, aquel que todos elegimos cuando nos preguntan de qué sentido prescindiríamos si tuviésemos que perder uno. Sin embargo, los olores son parte esencial de nuestra experiencia vital. Un perfume, por ejemplo, nos transporta instantáneamente a un lugar, a un momento del pasado, nos transmite pasión, ternura, añoranza. De la misma forma que lo hace el estampado de la bata con la que la abuela nos arrullaba o una melodía que solíamos escuchar.
En una ocasión, alguien me regaló mi perfume preferido en el aeropuerto, Amarige de Givenchy, cuando llegué a mi destino, Leipzig, el frasco se había abierto; mis libros, ropa e incluso cintas de música (eran los años 90) habían quedado impregnadas de por vida. Desde entonces, Alemania me huele a mimosa y la mimosa a Alemania. Incluso cuando me sobrecoge la vena melancólica y desempolvo el radiocasete, Mecano sigue sonando a Amarige.
La nariz sabe de emociones y recuerdos que la cabeza no puede explicar.
Aunque nuestra generación ya no pudo vivirlo, nuestros padres y abuelos sí pudieron disfrutar de películas olorosas en aquellos cines de barrio en los que el ayudante de operador perfumaba la sala de acuerdo con las escenas. Quizás esta sociedad en busca del constante lifestyle, la experiencia de compra y los perfumes para el hogar o el coche, debería tomar nota y preocuparse por esos sentidos olvidados…
La nariz y las emociones están inexorablemente unidas, quizás bajo las mismas leyes inexplicables que unen arte y belleza. Al fin y al cabo el perfume es arte y belleza sobre la piel. Ese contacto con el cuerpo crea un nuevo aroma personal para cada individuo que hace al hombre cercano, real, único, vivo.
El perfume, como el vestir, nos hace pertenecer, nos identifica o nos diferencia, a menudo de forma sutil, intensa e imborrable. Y al igual que el traje, ha sido esclavo de las modas (los alumnos de collage de los 90 rezumaban a CK One).
El aroma que cada uno elige para si es una extensión más de su personalidad, una expresión de individualidad. El perfume se corresponde con el carácter de quien lo viste: algunos cambian constantemente para no aburrirse, otros le son fieles de por vida. Algunos le dan una importancia desmesurada, “salir sin perfume es salir desnudos” y otros, sin embargo, se rocían con lo que les van regalando por Navidad. Algunos fetichistas coleccionan frascos y otros muestras en miniatura, unos mezclan varios perfumes y los menos utilizan perfume para el pelo…
Hay tantas “patologías” perfumísticas como tipos de personas. Los hay con gustos excéntricos como mi hermana que alterna colonia de bebé con otra de caballero (ya le he recomendado que se lo haga mirar). Mi cuñado, por ejemplo, tiene un perfume gafe, que nunca lleva si se dispone a cerrar algún negocio: Undo de Anayake. Lucía, una amiga, no consigue sobreponerse a su ex-novio y cada vez que alguien huele a él acaba instantánea e irremediablemente enamorada.
Lo peor del caso de mi amigo es que no sabe si realmente huele las fresas o tan sólo recuerda su olor.
La vida sin perfume es como beber sólo agua: inodora, incolora e insípida.
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